21/1/10

Las plumas de la serpiente/ El matiz


(Por Mardonio Carballo)

El matiz

A Javier Corcobado por la noche de poesía

A Pacho, naturalmente

Es como un relámpago. Laberinto de varias salidas. Sin
embargo emprendemos el camino largo: el aprendizaje es
lento pero siempre con señales contundentes. El hombre,
desde sus entrañas, quiere tropezar, caer y golpearse con
la misma piedra hasta la patología. En su caída derriba el
castillo de naipes que la humanidad, en su aglomeración, ha
logrado construir. Frágil vuelve a comenzar. Pero aunque
suene rebuscado y afanosamente optimista, el cero es ya una
ganancia. La invención del principio, la invención de la rueda.

Lo importante es el trayecto. Eso es el hombre, sus huellas,
hasta el fin y hasta el principio. Hasta la patología.
La historia se escribe a varios pies, a varias manos.

Negros, amarillos, blancos y rojos son sus colores y sus
habitantes. Dientes de maíz que se contagian para crear razas
nuevas. De ahí el matiz. El canto alegre y profundo. El balido
de becerro huérfano. La fiesta sonora y la diatriba. La liebre
huyendo y el cazador. Todos somos el canto, el lamento, el
becerro sin madre, la fiesta perpetua y el denuesto. Matices.

Ecos de un llanto lejano que no sabe cómo curarse, que no
sabe que el llanto tiene otra cara. La risa loca desbocada
ignora que del otro lado del mundo las lágrimas llenan el
mar donde los delfines se echan a dormir. Delfines tristes
que saltan, alegres en apariencia, para suscitar la felicidad
de aquellos que los mirar danzar. La muerte está en camino,
quizá… pero aún hay vida.

Una estrella cayó al mar y se inundó por completo.
Un hombre cayó a la tierra y la destruyó. Sacó su sangre
disfrazada de petróleo y contaminó con ello el cielo de donde
vino. Secó sus aguas, las puso en botellas que vendió al
mejor postor. Mató a sus hermanos de sed. El cazador, al
final de la historia, encontró a la liebre y de ella hizo abrigos.

Secó su carne al sol. La carne que sobró de su placentera
comida la tiró al río. Del otro lado del planeta unos niños
murieron de inanición. Mientras tanto la estrella se hizo
de agua y sigue viva.

Un hombre cayó, ciego, en un cofre de oro. Supo entonces,
soberbia de por medio, que ese era su modo de vida. Pensó
incluso que se lo merecía. Y en un arrojo de benevolencia se
dedicó a cortar una moneda en cachitos que repartió entre los
niños hambrientos. Tiró trozos de oro entre sus pies. Ellos
se volvieron perros… y hombres …y aullaron, afilaron sus
dientes y se destrozaron entre sí. Pasado el tiempo, el cofre
sigue lleno, a buen resguardo. En Suiza o las Islas Caimán se
conoce muy bien esta historia. Este hombre mientras tanto,
se hizo de sus fieles perros y los entrenó. Ellos resguardan al
cofre y al hombre. El cofre —sólo como apunte— lleva una
inscripción: México. Hay quienes lo vieron y están al tanto
del hurto. La paciencia se entrena también.

Pero —y vuelvo a recurrir a la historia— los hombres

Tienen miedo de sí mismos. Tienen miedo de confrontar a
aquellos que han agraviado. Les exigen poner la otra mejilla
y por lamentable que parezca, tampoco tienen que hacerlo,
hay mejillas dispuestas a recibir el otro golpe, el largo castigo
de la penitencia.

Un hombre o varios cayeron a la tierra expulsados de un
paraíso de cuento. Creyéndose hijos divinos hicieron, a su
vez, del resto de los hombres hijos. Eso pasó hace tiempo y
murieron ya en el camino. Pero —los reinos son perpetuos
hasta su caída— dejaron representantes aquí. Huérfanos y
arrojados a un mundo inclemente, creímos en ellos. Y ellos
a su vez asumieron el poder de la fe que les dimos. Y lo usan.

Sabido es que algunos entonan una canción que llega a las
alturas de los castillos y entre cenas de velas y vinos arreglan
las culpas del dueño del cofre, mientras él sigue repartiendo
sólo cachitos de oro. Aunque la historia no es lineal. Y hay
algunos representantes de la fe que hacen lo que deben hacer.

Lo hacen y su voz es como un relámpago en la oscuridad que
nos consume en este sueño permanente. La advertencia está
hecha: si no se cuidan serán expulsados del reino.

Eso es el hombre, un animal tropezando y cayendo. La
enseñanza es contundente pero su aprendizaje es lento.

Animal de mucho cerebro que actúa en detrimento de
sí mismo. Dientes de maíz que se mezclan y crean masa
nueva que no pueden ver los ciegos que regalan la tortilla
dura y el garrote. Hijos sin padres que caminan intentando
convencerse del “destino” a sabiendas que debería ser otro.

Pero aun ciegos buscamos el camino. El cofre debería ya ser
abierto —México y el mundo no aguantan más— y el oro
repartido; los perros deberían darse cuenta ya que la carne
de los suyos les envenenará la sangre y se irán pudriendo,
a pesar de tener su cachito de oro bajo la lengua, pensando
que ese es el remedio. El veneno está ahí y nos fermenta a
todos. Los que caminan delante de esta historia, aquellos
a los que les tocó más, deberán reconocer su miseria. Abrir
los brazos sólo puede generar alas. Deberán ser ellos los
que en un arrebato de amor quiten las vendas. La exigencia
de un mundo mejor deberá venir de ahí. El cero es ya una
ganancia. La invención del principio, la invención de la
rueda: el matiz.

Tlaskamati miak. ¶

EMEEQUIS


23 de noviembre de 2009

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